Me dicen que soy una persona difícil de conocer, que cambio mis
argumentos regularmente, que no sigo líneas rectas y es que las líneas curvas
me parecen más perfectas. Discutíamos, demoledoramente, a gritos, a medias, a
rastras nos encontraba la noche y el sueño, me gusta discutir. Siempre me ha
gustado, es por la adrenalina y por la fluidez con la que salen las palabras
como una tormenta de ideas que se pisan unas a otras. Me encanta discutir y que
se me rompa el corazón y sentir esa angustia en el estómago, llorar a mares,
gritar a voces, otorgar callando.
Me gusta como la niña que soy diariamente se retuerce y se
enrabieta, como me cambia la postura, con los hombros atrás, la barbilla alta,
la mirada encendida de rabia, la voz ronca en esas palabras que te salen de
dentro no porque estuviesen premeditadas sino porque nacen y necesitan morir en
tus oídos. La adrenalina.
Y eran momentos magníficos, como dos bestias levantadas que chocan
y hacen temblar el suelo, toda la grandeza en un momento. Si te demostraba que
te quería, era en aquellas peleas.
Fue espléndido, pasional, conmovedor. También lo fueron los
momentos de dulzura, el primer beso en el portal de Sabina, el primer beso con
testigos: la primera declaración de amor fue sin palabras.
Gracias por haberme dedicado tanto tiempo, por haberme echo tu
musa y hacerme sentir única, bonita. Gracias por las horas, por sonreírme, te
agradezco que hayas sido mi cómplice y sobretodo mi confidente. Por enseñarme
el auténtico significado de la ternura.
Gracias por discutir conmigo, nuestra guerra fue mi vida.
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