Me acuesto por la noche, te recuerdo en nuestro punto más álgido, cuando tu piel me rozaba sin camiseta detrás en una cama de 90, tu olor, las
cosquillas que me hacía tu barba cuando hundías la cara en el cuello, las
galletas, las cervezas, los paseos por el centro, los cafés en los bares más
bonitos o las tapas en las tabernas más castizas de Madrid. Y me da por pensar
que el amor es eso, son los día a día: esperar a que salieras de la facultad,
ir a casa y no comer por ansias de volver a verte esa misma tarde. El olor de tu coche, tu
cocina, la canción que no me gustaba y ahora es mi favorita, verte devorar un
libro en las tardes de sofá. Las mañanas de sexo…
…el amor es eso.
Me niego a pensar que he sentido la pasión de la que hablan las
novelas, la que relatan los más trágicos libros para de pronto haber perdido. Me
niego a sentir que serás lo que siempre pensé que podría haber escogido. Me
niego a compararte toda la vida, a buscarte en otras heridas, en volverme
suicida y respirar tu piel en cada desencuentro. No, no quiero, no quiero que
seas eso que se tuvo y siempre se recuerda. Que seamos los idiotas que aún
amaban y decidieron no seguir juntos, y cada uno su camino. Que mi media
naranja se vaya con un limón, yo me pase toda la vida contando las pepitas que
le faltan a mi mitad y tu te sientas completo pero equivocado.
Así que me da por dudar, y me debato en las mil opciones que el
abanico me deja al alcance de la mano: pienso en seguir en este silencio que
nos esclaviza y tengo terror a no ser capaz nunca de olvidar porque no me
perdone no haberlo intentado una vez más (siempre la última, siempre digo que
será la última). Entonces el abanico se abre ligeramente un poco más, y me
muestra otra opción: cogerte un día por el brazo y preguntarte: ¿qué tal?,
solo dos palabras inocentes, una pregunta con respuesta corta, porque una parte
de mí cree firmemente que tu voz o tu forma de mirarme en ese momento me darán
la respuesta. Por entonces se despliega la última membrana de tela y deja ver la
opción más alocada, la más kamikaze, la más dolorosa, la que más ganas tengo de
probar: presentarme por enésima vez en tu puerta y decirle a tus vecinos que no
me marcharé hasta que vuelvas, que no me den de comer las miserias del olvido,
le diré a tu hermana que la quiero de cuñada, le diré a tus padres que lo
siento por haber hecho daño a su rey, mantenerme firme y morir de daño o morir
contigo, pedirte que te cases conmigo de la forma menos tradicional y olvidar
que nos hemos destruido, pero tener un final de los felices.
Para entonces, mi mente que ya no corre, vuela, se detiene un
segundo, mira al suelo y cae, caída libre sin colchón debajo: se plantea qué
consecuencias tienen los actos, qué pensarás, cuánto has olvidado, si ya no te
acuerdas de mi pelo, o si, como temo, te acuerdas de estos ojos y ya no llegan dentro.
En este punto de la noche, solo hay dos vías que se suceden, en la primera se
inyecta la ira y me enfado conmigo, contigo, con el mundo por haberlo hecho tan
mal, me doy la vuelta en la cama y observo la otra pared hasta que se hace de
día. En la segunda, se me escapa el aliento, se desliza una lágrima hasta que
me vence el sueño y la decisión sigue perdida. Hasta que la próxima noche
decida.
“Después de conocer a una
mujer etérea, ¿Puede brindarnos algún tipo de atractivo una mujer terrestre?
¿Qué diferencia hay entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las nalgas
a 78 cm del suelo?
Ya no me es posible
concebir ni tan siquiera imaginar, que pueda hacerse el amor más que volando”
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