miércoles, 21 de octubre de 2015

No hace falta marchar para encontrarse.

Viendo atardecer a kilómetros del suelo me sorprende el vacío que se ha ido formando, tantos días, tantos meses perdidos, tantas horas muertas, tantas decisiones de verano mal tomadas.

Ya en el aire he dejado atrás mi lugar favorito, lo sabes ¿no?: los aeropuertos.

Suena más romántico decir que lo fuesen las estaciones de tren porque tienen una concepción del tiempo distanciada y retorcida, marcada por esos enormes relojes de pared que jamás se mueven si los miras. Porque las vías del tren reflejan la luz que cruza los cristales en unos tonos marrones únicos o porque el polvo que flota en el aire parece una nebulosa que pronto te transportará a un lugar diferente, a un tiempo diferente. Porque adentrarte en los vagones de esos trenes puede cambiarte la vida. Suena notablemente más romántico.

Sin embargo, los aeropuertos tienen algo desgarrador, algo frío y calculado, sus pasillos no infundan romanticismo pero te aseguran que no saldrá el mismo cuerpo andando de esos azulejos, no saldrá el mismo corazón por la puerta de llegadas, y lo más importante: te abre la posibilidad de paisajes únicos, te hace promesas de lejanía, de aventuras, de esperanza. Te puedes enamorar en el aeropuerto y llevar tu amor al lugar más remoto del mundo para cuidarlo o despecharlo: cualquiera de las dos será inolvidable para ambos. Pero también puedes ir solo, comprar un único billete y en tu propia lejanía huir de “casa” o encontrar tu casa.

Luego estoy yo que ya no lo necesito, que enamorada de los aeropuertos más que de las personas he caído en la temerosa red que despliega tu cuerpo, y ya solo ahí me encuentro a salvo. Voy a tener que llevarte de equipaje, a pelear con azafatas para que no te facturen y no correr el riesgo de perderte, llevarte conmigo a mis próximos destinos y compartir contigo la fascinación por las puertas de “salida”. Dicen que no se puede tener todo en esta vida, pero ríete del mundo porque yo, sin quererlo, sin esperarlo, me he cruzado con la ridícula solución para cruzar medio mundo y sentirte siempre en casa: en tus brazos está esa manta que espanta el frío del invierno que se acerca, en tu espalda la cama más confortable de la más exclusiva suit de lujo, en tus ojos el espejo en el que siempre estaré radiante, y entre tus piernas está el placer de cada noche donde me recuerdas que no existen excusas para no encender una llama.


Por eso mientras en tu corazón siga estando yo, tú serás mi hogar. Serás mi casa.


Coco.


La carta suicida que no llegué a mandar el pasado Septiembre (2014). Siguen aflorando entre papeles tantos textos que eran solo para mí.

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